sábado, 21 de julio de 2007

Disgresiones inciales y propósito final.

Bonito verano estamos teniendo. Al menos en Madrid. Sin los calores bochornosos diurnos, habituales en estas fechas, y unas noches, si no fresquitas, al menos muy vivibles. Un verano como para suscribirlo permanentemente.
Me recuerda el que he pasado en Lima, no hace tanto tiempo, solo a principios de año. Muy parecido. Sólo me falta el mar, los paseos por el malecón de Miraflores a la caída de la tarde o por la mañana temprano, que también los hacíamos. Y si no se lo creen miren esta foto.



No tienen comparación esos paseos con los que me doy todas las mañanas por este Móstoles. Aquella brisa marina, esos recorridos entre jardines muy bien cuidados, viendo, sintiendo la inmensidad del océano Pacífico, no pueden ser comparables jamás con estos circuitos campestres entre Móstoles y Alcorcón por debajo de las autovías, cruzando campos de escombros y esquivando camiones cementeros y tragándote todo el polvo que levantan a su paso. O bien circuito urbano por Móstoles siguiendo la estela de los autos y los humos de los gorriones, calle abajo, calle arriba, mirando escaparates con maniquíes mohínos y taciturnos, en espera de que den las diez y empiece su jornada de trabajo.
Como digo, no hay comparación que valga.
También es verdad que es distinto ir de visita que vivir todos los días de tu vida en un lugar, cualquier lugar. Ya se sabe, si vas de visita, normalmente todo te parece nuevo y hasta las grietas de los edificios las ves como una arruguita que la historia ha dejado en la fachada. No ves la traviesa que mantiene en pie el edificio. Así puedes pasar por tremendos desequilibrios y no darte ni cuenta, llenos los ojos de belleza aunque sea inventada.
Pero este no es el caso. No señor. Toda mi familia perucha que reside aquí, en Madrid, me había porfiado sobre su tierra. No te asustes que hay muchos mendigos, que si tengas cuidado que te roban al menor descuido, que si hay mucha pobreza, que no es tan moderna como aquí, etc, etc. Oiga, hasta la saciedad con las monsergas, que sé que me lo decían de buena fe, pero ya me cansaban.
Bueno, menos mal que he viajado un poquito por aquellos pagos y ya tengo una cierta experiencia en cuanto a lo que me puedo encontrar. Además, siempre que viajo a un lugar que no conozco, procuro hacerlo con los ojos y la mente bien abiertos y aceptar las cosas que me encuentro tal cual son. Así no me he llevado casi ningún chasco en mis andanzas. Hasta me he adaptado bien a que te cacheen, en busca de armas evidentemente, al entrar a un restaurante, cualquier restaurante, en El Salvador, además de viajar con escolta armada todo el día. Hay que adaptarse, confundirse con el paisaje y de esta manera, primero pasas más desapercibido, y segundo disfrutas más del viaje y las experiencias que te encuentres, que no son pocas.
Y en este caso no iba a ser distinto. Desde el primer día, creo yo, me integré con el paisaje de una forma notable y he disfrutado del y con el viaje a manos llenas.
Anécdotas hay miles, y algunas contaré en sucesivas entregas de "MI VIAJE POR EL PERÚ", diario de un viajero metropolitano a las tierras del Inca.

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